UNA VOZ DESDE EL SILENCIO.
- laantorcha2000
- 6 may 2020
- 5 Min. de lectura
Por Yuri Guerra.
Ahora los veo a todos. Los descubro caminando sigilosos en la intimidad de una habitación conocida. Mudos y mustios. Con la sonrisa guardada en los bolsillos, las miradas diáfanas y envejecidas. Sin esperanzas, vivos, pero sin sueños.
Ha pasado tanto tiempo desde el día aquel en que partí una mañana de enero en busca de algo. No sé qué deseaba. Quería encontrar cualquier cosa, y en esa rutina incansable de exploración febril, de recorridos interminables y caminos sin fin, me encontré una mañana envejecido frente al espejo. Las manos vacías y gastadas. Un pedazo de mi historia olvidada y el vestigio empolvado de lo que realmente quise hacer. Ese día lloré como un niño tirado en el piso frío de un cuarto solitario, añorando con ansias sobrenatural, tus piernas tibias para apoyarme en ellas. Esas mismas piernas que hoy se recogen con sutileza y cierta timidez sobre la paja de una mecedora.
A pesar de la distancia enorme que nos separa, creo puedes sentirme. Lo veo en tus ojos y en la forma singular de peinarte el cabello. Piensas que estoy aquí deambulando entre todos, silencioso y con temor de decir algo, pero al igual que tú, no me queda más que una maldita resignación. Quizás, sólo quizás, aún conservo algo, unas cuantas lágrimas para llorar.
¿Sabes?
Me conmuevo al ver cómo ha cambiado todo. Cómo la casa ha crecido desde entonces al igual que las espaldas de mis amigos. Los almendros se hicieron altos y robustos, las ventanas de madera fueron remplazadas por unas de vidrio y metal. El rostro azul que vestían las paredes se tornó blanco y mi habitación se convirtió en sala. Hoy, otros niños corren y se divierten con juegos diferentes a los míos, por las mismas calles en que crecí, pero ahora endurecidas por el asfalto. Ellos, todos hijos hermosos que jamás conoceré, corriendo en círculo alrededor de mí. Encerrándome entre sus rondas infantiles obviando mi existencia, como yo en aquellos años pueriles, después de tanto corretear, olvidaba a aquel árbol solitario que hoy guardo en mi pasado. Ese testigo mudo de las veces que liberé a mis compañeros jugando a las escondidas. Ese obstinado almendro viejo que sólo ahora en mi soledad comprendo.
Tantos rostros lejanos e intangibles exonerados de los vientos sepulcrales, de la melancolía de no existir o de ver que ya no son. Recen una oración por mí hoy que yo daré miles por ustedes y por las gracias recibidas, o simplemente cuéntame tú, la historia de Rin Rin Renacuajo. Canta después la canción del Tío Ratón. Hazme reír con Simón el Bobito solo una vez más, para intentar ver el mundo como fue, como quiero que sea ahora. Como cuando era un niño y las tierras de la existencia no trascendían más allá de la cerca de madera pintada de blanco. Esa, que era menos alta que mis hombros, y por la cual no podían cruzar los gatos cimarrones que no conocí de los que tanto me habló el abuelo. Sentir otra vez el albedrío en la libertad de los años nuevos. La esencia de la inocencia en cada descubrimiento que se consigue en el juego de la vida, de un primer beso, en una primera desilusión. De tantas cosas que no entendía y que conocí prematuramente para confundirme. Pero a pesar de todo siempre me comprendiste, explicándome los enigmas de la vida dulcemente y con palabras cortas para que yo pudiera entender. Por eso, hoy, viéndote lejana sentada en un rincón de la sala, en esta misma sala en la que yo estoy, he querido darte consuelo. Sentir lo que llevas aprisionado en el alma, llorar junto a ti, pero no por ustedes y el dolor que los embarga ahora, si no por mí ¡maldita sea!, realmente por mí, porque, aunque quiero abrazarte, mis manos ya no te alcanzan y se diluyen con el atardecer.
Cuando recibí el primer disparo pensé en mí y en el dolor físico que el proceso de morir ocasiona. El ardor punzante que abre las carnes, la desesperación febril con que se ahogan los órganos y la pausa vil con que se va apagando la vibración. Al escuchar la detonación del segundo y sentir como metódicamente perforaba mi cuerpo, pensé en Dios y miré al cielo, mientras veía mi vida transcurrir en segundos dibujada a través de mis ojos.
¿De qué sirvió evitar tanto el riesgo y la aventura?, ¿para qué viví seguro temiendo siempre tropezar y caer, si ahora se me escapaba la llama irremediablemente, expirando con ella el último suspiro de esperanza?
Luego vino el tercero. Tuve un momento con él. Lo acaricié y limpié su cubierta para que no entrara sucio. Lo afilé y cambié un poco la dirección. Después me quité el sombrero y lo despedí con un saludo afectuoso que él agradeció al penetrar mi corazón, pues lo hizo con tal sutileza y cierta dedicación, que no sentí el mínimo dolor, únicamente una pequeña comezón en el talón. Entonces fue cuando te vi y lamenté cómo se rompía mi promesa. Cómo tu mano abierta en el viento se hacía traslucida e imposible de tocar. Cómo las palabras dejaban de sonar y el mundo se hacía oscuro.
Anhelé regresar a casa de nuevo para dar la noticia de mi deceso. Mostrar mis heridas y decir que todo estaba bien, que no había sufrido ni tenia dolor, pues, a pesar de lo sucedido, sólo sentía una leve jaqueca. Quise caminar agarrados de la mano por las calles estas. Tus calles y mis calles. Intentar brindarte el sosiego que hoy necesitas y darte a entender, por medio de mi sonrisa, que después de todo, las cosas irían bien; de alguna manera la vida también es un sueño y en algún momento habrá que despertar. Pero no es así, madre. Me quedé para siempre en ese lugar tendido en un callejón lejano, fuera del alcance de tus brazos y tu cuidado. Lejos de todo lo que pretendí y todo lo que pude ser, lejos del tiempo, del mañana e incluso de mí.
Sin embargo, ahora me ves aquí vagando entre todos, entre estos que lloran realmente por tu pérdida y por su propia salvación. Sencillamente les recuerdo que algún día se irán y el temor a lo inevitable es lo que cristaliza sus lágrimas. Todos excepto tú, me olvidarán con el tiempo, sentirán que les falta algo, pero no sabrán qué es y así volverán de nuevo a sus rutinas. Pero tú no me dejarás partir y preguntarás eternamente cómo pudieron hacerte esto. Por eso me duele tanto que hoy me sientas. Que puedas mirar la melancolía que anida en mi corazón agujereado y mi alma insomne, pues a pesar de lo que veas, de lo que escuches y creas sentir, realmente… no estoy aquí.

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