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LOS JUEGOS DEL HAMBRE.

Por Joao Pérez Dorado.


Cerrar la puerta y respetar las decisiones del Gobierno no es sencillo para algunos. Para ti, que apenas sobrevives, es más complejo aún. A estas alturas has empezado a divagar. No sabes qué hora es en los relojes atascados de la pared. Confundes los momentos del día. Encerrado, mientras el sol se oculta, puedes escuchar las voces de tus muertos que han venido a tocar la puerta. Pobre de ti. Has sobrepasado todas las tristezas, pero ha empezado a consumirte este abrupto encierro.


No hay como subsistir la cuarentena. Para ti, que consigues para comer con el trabajo diario, no existen opciones. Quisieras gritar. Hablar con Dios. Contarle lo apagada que está la estufa. Quieres decirle que hasta los ratones se aburrieron de venir. Deberías explicarle que, en un solo cuarto y con la luz apagada, duermen tus dos hijos, tu mujer y tú. Mostrarle el baño al final del patio. Ese cobertizo de bolsas de basura donde haces tus necesidades. Enseñarle la carreta donde vendías las verduras y los limones en el centro de la ciudad. Pero nadie parece escuchar. Hoy, es un día más, o un día menos y el desespero se instala. Hay luces opacas, entre tantas bocas, merodeando platos sin usar.


Dudas en salir a la calle. Hasta ahora has respetado el aislamiento. Tus hijos que te miran, asustados y hambrientos, te dan un abrazo. Te resistes. Esperas que alguien se apiade de ti. Enciendes la radio. Te rehúsas a dejar que ese anticuado aparato, que te ha acompañado tantos años, te abandone. No hay televisión. No hay conexión a Internet y tu celular solo hace llamadas. No tienes computador. Hay nada más que una vieja guitarra sucia. La cama para cuatro y una colchoneta. Algunos vestidos rasgados y tus viejos pantalones. La pelota usada de tu hijo mayor y las muñecas sucias de la niña.


Afuera, los deudores le han puesto precio a tu corazón. Lloras. La madrugada te trae tantos años de dolor. Las calles abandonadas. Esta incomunicación que te tortura inmensamente. La desolación de las noticias y las punzadas en el pecho. La paciencia que escasea. Una vigilia prolongada que ha de romperte las neuronas.


Te levantas. Ya la madrugada está dando paso a la luz del día. Quieres orinar, pero de camino ves el árbol. Orinas ahí parado mientras oyes las emisoras. Los noticieros matutinos que siguen anunciando las ayudas. Nada para ti. Será otra mañana sin leche para los niños. No has recibido mensajes, y tu nombre no está en los listados.


De una forma u otra no tienes escapatoria.


Te quedas detenido. Una cuerda. Las hojas cayendo. El sonido de tu cuello quebrado que no puede percibirse. Tus pies rozando la tierra. El rumor de la brisa en tu cara palidecida por la asfixia.


Tu mujer se despierta. Alguien toca la puerta. Un grupo de hombres, con máscaras y trajes para la guerra química, han traído un mercado, de esos que entregan las alcaldías.

Es inútil. Quizás un poco tarde. El virus invisible te ha invadido. Ha ganado la partida de este perverso juego del hambre del año 2020.


 
 
 

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